EL PAN DE VIDA Y LA FE
VIVA EN CRISTO
Por
Gabriel González del Estal
1.- Yo soy el pan vivo
que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. San Juan dice, en el evangelio y en
sus Cartas, que tanto el pan de vida, como la fe en Cristo, producen el mismo
efecto: la vida eterna. Como sabemos, San Juan no describe en su evangelio la
institución de la eucaristía, pero en el capítulo sexto habla extensa y
profundamente del pan de vida. El pan de vida, nos dice San Juan, nos da la
vida eterna. También nos dice San Juan en este mismo capítulo que el que cree
en él tiene vida eterna. Para San Juan el pan de vida y la fe viva en Cristo
producen, pues, el mismo efecto: la vida eterna. De donde debemos deducir que
la fe viva en Cristo es también comunión con Cristo. Es decir, que comer el pan
vivo y creer en Cristo, según San Juan, es vivir en comunión con él. Es
evidente que no se trata aquí de un comer físicamente el cuerpo de Cristo, como
tampoco se trata aquí de un simple creer racionalmente en Cristo. Comer el
cuerpo de Cristo es comulgar con él, es identificarse místicamente con él, como
también creer en Cristo es querer identificarme con él, es querer vivir en
comunión con él. Cuando comemos físicamente el cuerpo sacramentado de Cristo en
la eucaristía debemos comulgar mística y espiritualmente también con Cristo.
Solo si comulgamos espiritualmente con Cristo cuando comemos físicamente el pan
consagrado, habremos comido el pan vivo que nos hace vivir para siempre. En
este sentido, se han aplicado estas palabras de San Juan a la participación de
los fieles en el sacramento de la eucaristía. El pan que comulgamos lo
recibimos como pan de vida, como vida de Cristo, y por eso creemos que este pan
nos da la vida eterna. No debemos separar nunca la comunión física de la
comunión espiritual, porque comulgar con Cristo es comulgar con el cuerpo
místico de Cristo, del que todos nosotros somos miembros vivos.
2.- ¡Levántate, come!
Elías se levantó, comió y bebió y, con la fuerza de aquel alimento, caminó
cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios. La eucaristía debe ser para nosotros
alimento y fuerza espiritual, para vencer los muchos cansancios y las muchas
dificultades que tenemos que vencer en nuestra vida. El profeta Elías se
encontraba derrumbado física y psíquicamente, hasta el punto de desear la
muerte. Pero el pan que le había preparado el ángel – el pan del cielo- le dio
vida y vigor. El profeta Elías empleaba todas sus fuerzas en comunicar a su
pueblo las palabras que el Señor ponía en su boca; él era únicamente un
instrumento del que se valía Dios para hablar a su pueblo. Esta debe ser la
misión de todo predicador del evangelio: ser un canal a través del cual la voz
de Cristo llegue a otras personas. Para esto, el canal debe estar limpio y ser
resistente; con la eucaristía Dios mismo limpia nuestro espíritu y nos da
fuerza y entusiasmo. La fuerza que recibimos en la eucaristía no debe quedarse
en nosotros, debe ser fuerza que fortalezca a los demás. No sólo comulgamos
para nosotros mismos; comulgamos también para los demás.
3.- No pongáis triste
al Espíritu Santo de Dios.
San Pablo sigue animando a los fieles de Éfeso a vivir en comunidad cristiana y
fraterna, tal como el Señor Jesús se lo había recomendado. Una comunidad
cristiana en la que no reine el amor, no es verdadera comunidad cristiana,
porque no es una comunidad presidida por el Espíritu de Cristo, que es espíritu
de amor. Los consejos concretos que da San Pablo a los primeros cristianos de
Éfeso siguen siendo hoy tan válidos como entonces. Es suficiente con que los
recordemos literalmente: “desterrad de vosotros la amargura, la ira, los
enfados e insultos y toda maldad. Sed buenos, comprensivos, perdonándoos unos a
otros como Dios os perdonó en Cristo”. Más resumido y mejor no se puede decir.
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